martes, 28 de octubre de 2008

Ella: Para Entender la Psicología Femenina

Así reza el título del libro de Robert Johnson

lunes, 13 de octubre de 2008

No Toro No Cry


Una vez más incomodé a alguien que me invitó a comer en su casa, incomodo porque no como carne roja y las personas a veces no pueden entenderlo. Ah ya, vas a comer la ensalada y el arroz, ¿pero no la presa? No señora, gracias. Te echo un poco de juguito entonces. No señora, por favor, el juguito es lo mismo. Ah, ya, ¿y por qué, ah? Entonces una vez más les cuento por qué no.


Érase un noche del 2004, ya no recuerdo el mes ni mucho menos el día; en medio de las sábanas estoy yo, con el cuerpo escarchado por el sudor, abrí los ojos, me topé con la oscuridad de la madrugada. Hora: 3 con 3 minutos. Recordé, mientras me sujetaba la cabeza, que mi amiga cusqueña Claudia, me contó que esa era la hora de las ánimas y la hora en que los sueños tienen los mayores significados. Las imágenes se repetían, regresaban convulsivas. Lo que yo acababa de soñar era tan vívido que mi corazón latía fuerte y rápido por la impresión, sin mediar palabra alguna, sin que venga hasta mí ningún pensamiento, lloré, y con el llanto vino la certeza de una decisión: Nunca más en mi vida volvería a comer carne de vaca (o de toro).


Cada paso que daba levantaba el polvo tierroso que estaba asentado en el piso, había un olor de basura húmeda en el ambiente, recuerdo clarito que así olían las calles cuando me llevaban al centro de Lima en los ochentas (aunque algunas aún guardan ese hedor, como si se hubiera enquistado en el cemento), llegamos a la plaza de Acho, afuera vendía todo el mundo jugo de naranja; me acerqué a uno de los puestos y me quedé simplemente hipnotizada por el aparato que pelaba las naranjas y hacía que las cáscaras fueran cintas que se enroscaban hasta el infinito. Olor a naranja y a basura mojada; los baldes vacíos de pintura eran el tacho de desperdicios improvisado en todos los puestos, yo quería coger las cáscaras enrolladas, pero me parecían tan hermosas, que se me hacían inalcanzables. En el instante en que mi mano se decidía a tocar un rulo anaranjado, me vi transportada hasta el coso mismo, pero la plaza de Acho era como una ciudadela en sí; habían incluso montículos de tierra y de divisaban casas lejanas, era pues un pueblo de polvo tierroso, el sol era fuerte, e intuí que no debía ser vista.

Oeeeee, oeeeee, gritaban unos muchachos con ronchas en las piernas, se acercaban hasta mí, cómo me han visto, me preguntaba; pero no era a mí a quien buscaban, pasaron cerca a mi escondite, eran como 7, todos con la ropa muy sucia, con el cuerpo asaltado por las picaduras de las alimañas, todos con los ojos inyectados de pobreza y violencia. Me miré la parte posterior del cuerpo, yo no pertenecía ahí, no debía ser descubierta.

Tuuuuuuuuuu, Tuuuuuuuuuuuu, Tuuuuuuuuuuuuuuuuuuuu, era el sonido grave y sostenido que parecía llamarme, el gran barco partía; pues señores, la Plaza de Acho no era sólo una ciudadela, era un trasatlántico, nos estábamos moviendo, adónde iríamos, no lo sé, ni lo supe jamás. Por alguna razón eso no me preocupó, pues ante el movimiento del gran armatoste que guardaba una ciudad de sol intenso y polvo tierroso dentro de su enorme magnitud, pude ver un pedazo de cielo y mar, nunca azul más denso y más luminoso habían visto mis ojos, los colores se difuminaban entre sí cual cuadro impresionista, la luz caía tan generosa sobre el agua, se veía tan caliente y fresco a la vez, tuve la sensación de que hacia ese punto del mar nos íbamos a dirigir.

Mas una punzada en el pecho me hizo voltear hacia el lado opuesto.

Quise gritar, pero no podía, me iba a descubrir ante el horror que estaba a punto de presenciar.

Había en el terral un ambiente techado, ahí estaba un hombre, un moreno alto y macizo; tenía un pantalón verde olivo y traía el torso descubierto, recuerdo tan claro aún, el movimiento de los músculos de su espalda, las sombras se paseaban en su cuerpo. El moreno volteó, espero nunca encontrarme con ese rostro en la realidad; su cara estaba tranquila, pero sus ojos, ay, tenían un destello mortecino y fatal. Algo malo iba a suceder.

Un toro, de pelaje negro negro, tanto que parecía azul, respiraba dejando que el aire hinche su tórax. Yo ví el toro, y sentí que lo conocía, como si fuera mi Platero, como si fuera un compañero que mi mente ya no recordaba. El animal era gigantesco e impresionante, de esos toros de lidia que por su simetría y su pureza eran designados como sementales, para que la prole tenga la majestuosidad del padre.

El hombre, que también estaba descalzo, remangó la basta de su pantalón, sus piernas un poco separadas me hicieron recordar la estampa de los negros pregoneros de las acuarelas de Pancho Fierro: aguaterito malo, yerberito desgraciado, lechero maldito.

De su cinto, el infeliz sacó un garrote y con la fuerza de sus entrañas corruptas, golpeó al toro; toma toro, toma. El toro mantenía su entereza, pero de alguna forma sus pensamientos estaban conectados con los míos, mira me decía, mira lo que este hombre me hace. El verdugo descargó su fuerza contra el cuerpo del animal, mas no contento con eso, lo sujetó de patas y cabeza y lo izó, por medio de unas cuerdas, levantó al animal hasta la punta de un palo alto que había ahí, luego el moreno con presteza trepó hasta donde estaba el toro magullado, sacó un puñal de su cinto y empezó a atravesar la carne del animal. El toro no mugía, no lanzaba queja alguna, pero unas lágrimas de cristal empezaron a caerle de los ojos, yo podía sentir su dolor, pero mi cobardía me retenía en mi escondite; la voz del toro replicaba en mi mente: Ayúdame, Julita, ayúdame. No puedo, no podía hacerlo, el hombre me iba a matar también.

Por la mano del asesino corría la sangre de su víctima, quería gritar, quería correr, pero me quedé ahí, siendo testigo del asesinato de mi toro; él me decía, por qué no me ayudas; yo le pedía perdón, no podía contener las lágrimas, sentía la impotencia propia y la del animal ahogándose en mi garganta. Finalmente el toro posó sus ojos en mí, y me reclamó con su último aliento: por qué me has abandonado.

La culpa y la pena por esas palabras se metieron tan profundamente en mí, que me desperté por la angustia. Luego el sudor del cuerpo, luego la hora, luego las lágrimas me trajeron la decisión de no traicionar nunca más al toro. Mi boca no volvería a contener su sangre ni su carne.


A las personas que me invitan a cenar no les cuento mi sueño, les digo simplemente que estoy en contra de las formas en como criamos a los animales que comemos, o que simplemente no me gusta la carne.

No puedo escribir más, lo siento, debo abandonar este recuerdo.

Concolón a las seis horas: Bueno, no como carne desde entonces, trato de que la única que consuma sea la de pescado, a veces cuando estoy en la vorágine del trabajo, como pollo. Toro no, nada que ande en cuatro patas, mis amigos me dicen que soy una persona muy impresionable; pero nunca he tenido un sueño que haya conducido de esa forma una parte de mi comportamiento, pero los ojos de ese toro no me permiten volver a traicionarlo. Sí, ese sueño me impresionó.

martes, 7 de octubre de 2008

¡Qué tal spondyllus!

Antes de hablar algo personal, quiero lanzar un grito en contra de la corruptela generalizada que cual enfermedad infecto contagiosa se propaga en el aparato estatal. Primero los congresistas que se sienten ofendidos cuando se les pide rendición de gastos operativos, que se apañan, se coluden; luego, la cochinada en PetroPerú, que sospecho no ha llegado aún a las últimas consecuencias; ayer mi viejita me decía, pero... quién es el que ha grabado las conversaciones; son varias y en distintos tiempos, ¿Alguien dijo Montesinos? ¿Será que el Doc le muestra sus armas al gobierno para que lo traten suevemente?

Lanzo el grito soprano entonces; qué tal concha, carajo.

Acá abajito, una canción que nada que ver con la coyuntura, pero The Smiths siempre es oportuno.