
El ángel de la guarda. Dicen, él está desde el inicio, desde que eres sólo polvo, luego fitoplacton, luego lagartija, así incansablemente, hasta que tu boca haya bebido de todas las tierras, probado todas las clases de ardor, cuando tu vida duraba 24 horas y cuando veías el mundo a blanco y negro; dicen que el ángel guardián te acompaña desde entonces, te mira con rostro encarnado, te toma en sus manos y te lleva hacia lo siguiente, en el longo recorrido de ser parte de dios, ser todo.
Los ángeles fueron hombres, sólo que hace mucho; ya no lo recuerdan, es decir, no pueden cerrar los ojos y traer a su cuerpo la sensación de bañarse en agua helada, la de quemarse el dedo cuando tenías 4 años; ya pasaron todo eso, ahora son materia luminosa enquistada en la forma que nuestros ojos humanos le queremos dar... la que necesitamos ver.
Si los ángeles son testigos leales de nuestro quehacer, entonces por qué no podemos discutir con ellos acerca de las miles de vueltas que nos da la vida, que nos da la mente. Quisiera voltearme en la cama y tener tu cara de ángel y hablar, hablar horas interminables, exquisitas, de respiración profunda, de contrición, de arrepentimiento, de ratificación; quisiera vomitarle a mi ángel mis emociones, mis sentimientos, mi miedo, mi alegría; quién más idóneo que él, quién más adecuado, sino es el que me acompañó hasta cuando era una criatura que se arrastraba por entre las piedras; imagino que eso mismo que describo, lo de conversar y blablabla, lo hace uno con los amigos, con el compañero, con la mamá; pero en serio, quiero hablar muchísimo y sin mover los labios, verbalizando se van las esencias muchas veces, o se reinventan.
Tócame el hombro, ángel. Tócame, sé que existes, quiero más.
O tal vez, debemos empezar por en principio. Está bien, lo haremos tu usanza:
Angel de la guarda, dulce compañía...